Todos anhelamos el hogar.
El lugar en el que podemos vivir en plenitud, descansar con seguridad, convivir con las personas amadas, regocijarnos con las alegrías y compadecernos con los sufrimientos.
Dónde somos únicos y diversos, pero también uno y todos; nuestro hogar porque es propio, pero también de otros; dónde somos conocidos y conocemos, dónde somos respetados y respetamos, dónde somos amados y amamos.
Dónde podemos dejar nuestras máscaras y adornos, para simplemente ser los que somos.
Una de las buenas noticias que nos reveló nuestro Señor es que así es cómo cada uno de nosotros está convidado a vivir en un hogar común: la casa del Padre.
No sólo estamos llamados a habitar en ella luego de nuestra muerte, rogamos cotidianamente que venga a nosotros, que haga morada entre nosotros, que transforme nuestro mundo y nuestra vida.
Es notable como aprendemos a disfrazarnos y camuflarnos para vivir en el mundo. Aprendemos a no manifestar nuestros sentimientos. Somos capaces de imitar virtudes y palabras con las que endulzamos el veneno y tragarnos sapos como si degustáramos manjares.
La diplomacia y la guerra no son sino el arte de manejar dos puñales. El otro es un enemigo al que hay que derrotar, explotar, esclavizar o matar, con delicadeza y buena letra pero siempre con elevada letalidad: la piel de la oveja no cubre el instinto criminal, tan sólo modifica la forma del asesino permitiéndole acercarse más a la presa. Siempre la peor traición es la del amigo, la más inesperada, la más mortal.
Frente a ese mundo inhóspito y violento, donde prevalece el más fuerte y más sagaz está el hogar. La intimidad, el calor, la paz, el encuentro.
La casa del Padre.
A la casa del Padre se ingresa como el pródigo: despojados y desarmados. Porque la llave que abre la puerta es la misericordia de Dios y no los méritos de los afiliados. Somos hijos esperados y convidados inesperados. Aquellos a los que se prepara una fiesta y también aquellos que fuimos invitados a último momento, que encontraron en los lindes de los caminos. Nuestro vestido de fiesta es nuestro arrepentimiento y agradecimiento. Esa es una de las grandes revelaciones: la misericordia de Dios es lo que nos hace bellos a sus ojos. Por eso la humildad, el arrepentimiento, la conversión y sobre todo la convicción de que no entramos porque somos mejores que nadie sino porque Él nos ama, es su voluntad y su deseo lo que nos salva y nos perdona. Por eso si entramos, cuando entremos, quedémonos en un lugar alejado, Él nos vendrá a buscar.
"podemos anticipar el gozo de estar en la casa de Padre en el servicio al hermano. Cuando somos bienaventuranza de Dios para el más necesitado"
A la casa del Padre se ingresa como hermanos que van a una fiesta. La alegría de toda la creación: la belleza de sus formas, la delicadeza de sus rituales, la armonía de sus sonidos, son una pálida manifestación de la fiesta del cielo. Lo interesante es que podemos anticipar ese gozo en el servicio al hermano. Cuando somos bienaventuranza de Dios para el más necesitado: pan para el hambriento, agua para el sediento, vestido para el desnudo, consuelo para el que sufre, compañía para el que está encarcelado, salud para el enfermo, viático para el moribundo, parte de esa alegría celestial ingresa en nuestra vida.
A la casa del Padre se ingresa como el novio en el día más feliz de su vida. Por eso para nosotros la muerte no es sino el día del encuentro. Ese día nos viene a buscar el cortejo que nos lleva a la dicha plena, que no tiene fin. Esa es la puerta que conduce a la fiesta. Saber que puede ser cualquier día, a cualquier hora, en cualquier momento, es el máximo estímulo a vivir plenamente el día de hoy.
A la casa del Padre se ingresa como el pecador arrepentido. Somos indignos de tanto amor. Es Él quien nos devuelve la dignidad. Él nos viste. Él ciñe nuestra cintura. Él coloca anillos en nuestras manos y sandalias en nuestros pies. El mata el cordero cebado. Él ordena la fiesta. ¿Cómo no ser hermanos si somos todos amados como hijos? ¿Cómo puede sernos indiferente la suerte del hermano si no es indiferente para nuestro Padre? ¿Cómo no compartir los bienes si todo nos ha sido regalado? Esa es la Perla por lo que vendemos todo. Ese es el tesoro escondido en el campo. El amor de Dios todo lo puede, todo lo provee, todo lo perdona.
A la casa del Padre se ingresa desde este mundo. Eso es lo que hacen los Santos, traen un pedazo de cielo a esta tierra. Hacen una morada en la que Dios habita también entre nosotros.
Que venga tu Reino y habitemos en tu casa.
Un abrazo a la majada
Ernesto
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