“Nadie que ve a una persona morir y tiene corazón deja de sentir y nadie que ve a una persona morir y tiene cerebro deja de pensar” esa frase que le atribuyen a Don Gregorio Marañón, formidable médico español del siglo pasado, ha formado parte de mi acervo médico desde estudiante y se ratifica en cada uno de los enfermos, que por mi especialidad, la oncología, he acompañado hasta el umbral de la muerte.
La muerte es un misterio, un don, una puerta y un límite.
Todo al mismo tiempo.
Un misterio, significa que es una realidad que no se resuelve con información. Frente al problema del conocimiento tenemos cuatro grandes órdenes: la intuición, el rompecabezas, el acertijo y el misterio.
La intuición es una forma de conocimiento instantánea, una revelación de la realidad que no sigue las reglas de la ciencia ni de la lógica. Es una manera que cambia radical y definitivamente nuestro conocimiento de la realidad. Es la forma en que se han producido cambios notables que originaron diferentes áreas de conocimiento, muchas veces es la forma en que nos impacta el arte.
El rompecabezas, en cambio, es una figura en la cual la información va llenando progresivamente los espacios vacíos y definiendo la figura, es la manera en que progresa la ciencia, cada nueva pieza de conocimiento nos permite ver el panorama con mayor profundidad, nitidez y extensión.
El acertijo, es la manera en que progresa la lógica ¿Este conocimiento es universal o sólo es válido en un determinado contexto? Para eso debemos desafiarlo y la manera de hacerlo es planteando un problema o un dilema cuya solución correcta sea alternativa a la que daríamos la mayoría de las veces. No tengo dudas que es una de las formas más extraordinarias de docencia, que es la manera humana de transmitir el conocimiento.
Por último, está el misterio. Estas son realidades que no se resuelven generando información. El misterio está por encima de la obtención de datos. El misterio acepta tres respuestas diferentes: la negación, la insolubilidad o la Fe.
Por eso la muerte, en primer lugar, es una realidad misteriosa y esas tres soluciones las vemos cotidianamente en nuestra práctica: la muerte negada, la muerte incomprendida o la muerte asumida.
La muerte asumida tiene, por lo menos, tres características sobresalientes que nos ha sido legada por la Fe, es decir por el testimonio de nuestros mayores: don, puerta y límite.
Don, porque la conciencia de la muerte es lo que nos hace universalmente humanos, todos compartimos primero esta conciencia, nuestro tiempo es limitado, nuestra vida terrena tiene un final y ello nos da libertad, nos obliga a elegir, a priorizar, a valorar. Deber elegir se transforma hasta en una necesidad biológica que tiene un impacto evolutivo. Si no tuviéramos ese límite temporal probablemente muchas de las tareas a las que nos abocamos las dejaríamos para mañana.
Puerta. La muerte de quienes nos precedieron abren la puerta hacia el pasado, lo que nos precede y no puede cambiar; la puerta del futuro abre la puerta a lo incierto, a lo posible pero incierto. Lo interesante es que esta conciencia se acompaña también con la conciencia de infinito existencial, un tiempo pretérito que no tiene fin y un tiempo futuro que tampoco tiene fin, y esa infinitud del antes y el después, termina dándonos conciencia de la infinitud del instante. Cada instante previo a nuestra muerte es infinito en posibilidades. La muerte y su misterio de eternidad termina convocándonos a la infinitud del instante presente, infinitud que permite el diálogo con el Eterno presente. Esa es la oración. La oración nos pone en el marco de la puerta presente desde la que podemos acceder al pasado y vislumbrar el futuro, es el diálogo entre el instante y la eternidad. Mientras estemos vivos esa puerta puede abrirse cada vez que queramos.
Límite. Todo cuando decimos acerca del misterio es lo que creemos. El velo se correrá en otra realidad, en otro tiempo y de otra manera. Entonces ya no conoceremos como conocemos aquí.
Cada uno se acercará en su momento al misterio de su propia muerte y lo hará del mismo modo en que se acerca a todos los demás misterios de su propia vida, porque eso me ha enseñado la experiencia, se muere como se vive, porque la mayoría vive como si no fuera a morir. Son pocos los que cambian de manera de vivir hasta que tienen conciencia de la proximidad de la muerte. Allí es más fácil cambiar. Como dice el poeta, ahí estamos ligeros de equipaje, nadie quiere nuestro lugar y las cuentas bancarias no cambian el derrotero.
Desnudos en nuestras camas volvemos a ser sólo hombres.
Es ahí donde la medicina debe cuidarse de expropiar ese instante. Así como la medicina debe abstenerse de silenciar las voces de los niños no nacidos, discriminando entre deseables e indeseables; también debe cuidarse de enmudecer las voces de los agonizantes, cuidar al sufriente es permitirle vivir plenamente hasta el último instante de su vida, calmando sus padecimientos y escuchando sus sufrimientos, conciliando sus rencillas, reparando sus errores y disipando sus temores.
Yo he sido testigo de todo esto, pero como yo muchos familiares y sacerdotes pueden dar Fe de lo mismo. La plenitud y la dignidad del muriente perviven por años en la memoria de sus familias. El duelo es más fácil cuando quien se ha ido lo ha hecho en paz y rodeado de sus afectos.
Silenciar esas voces es un crimen, aunque fuera legal y hasta se disfrace de piedad médica.
Cada palabra es importante, cada voz es única y cada instante es eterno.
Un abrazo a la majada
Ernesto
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