Cuando lees la Parábola del Buen Samaritano (Lc X, 29-37) y te recomiendo que la leas nuevamente, es poco probable que te identifiques con la víctima que bajaba de Jerusalén a Jericó, tampoco es frecuente que uno se identifique con los salteadores, que le dejan medio muerto. Ambos extremos son estadísticamente improbables, nos victimizamos muchas más veces de las que realmente somos víctimas y raramente somos intencionalmente bandoleros.

Tampoco es probable que te identifiques con el posadero, ya que la hotelería es una profesión que sigue siendo minoritaria.

Es más probable que te identifiques con alguno de los personajes centrales de la parábola: tres hombres buenos, dos judíos y un samaritano.

Los tres perciben la escena: un hombre herido al costado del camino, ha sufrido un infortunio, seguramente sus ropas están hechas jirones y tiene lesiones evidentes en su cuerpo.

Dos hacen un rodeo, eso dice el texto. Y ésos rodeos son el objeto de esta reflexión.

Un hombre bueno es sacerdote. 

Quizá iba apurado para brindar un servicio religioso a su comunidad. Seguramente mientras daba el rodeo rezó por el alma de ese hombre desafortunado. Agradeció a Dios que le está protegiendo de padecer el mismo infortunio. Tal vez pidió también por la conversión de los malhechores, para que se arrepientan del mal que cometieron. Seguramente hizo muchas cosas valiosas, pero olvidó la más importante: aproximarse al herido y curar sus llagas. 

Con este yo me identifico muchas veces. Yo también rezo por mis hermanos desamparados. Ruego a Dios por que en el mundo haya más justicia. Imploro para que los que cometen actos malignos o corruptos, se arrepientan, cambien, perciban el dolor de sus injusticias. Ahora bien ¿qué hacemos con los heridos, los enfermos, los hambrientos, los abandonados, los que están desnudos? Seguramente pensamos en las soluciones legales. Y ahí aparece el segundo hombre bueno.

Un levita.

Seguramente era un estudioso de la ley. Conocía la Torá a la perfección. Probablemente iba a una reunión dónde debatirían el sentido de un precepto o un mandato. Estoy seguro que vivía de acuerdo a la ley. No tengo dudas de que pensó en denunciar el atropello que sufrió el viajero. Pensó en peticionar a las autoridades para que mejore la seguridad vial. Aumentar la eficiencia en la captura de los réprobos y el cumplimiento efectivo de penas rigurosas, podría disuadir a los maleantes, aseguraría la prosperidad de nuestras ciudades y mejoraría el bienestar de todos. Pero mientras deliberaba todo esto iba rodeando al herido y olvidando la primera de las leyes, el amor eficiente es concreto, está al alcance de tu mano. 

Con este yo también me identifico muchas veces. Las leyes son unos de los inventos más formidables de la humanidad, pero sirven cuando en lugar de estar escritas en los libros están encarnadas en el corazón y las conductas de los ciudadanos. Cuando en lugar de ser literatura fantástica están al servicio de la persona más vulnerable. Cuántas veces generamos normas, guías, recomendaciones, códigos, que ponen papeles, formularios, escritos, burocracia, que separa las personas y sólo sirven para adormecer las conciencias con la apariencia de acciones, pero, en el mejor de los casos, son sólo buenas intenciones. De qué sirve decir cómo deben ser las cárceles si no son de esa manera; de qué sirve decir cómo deben ser las escuelas si no son de esa manera; de qué sirve decir cómo deben ser los hospitales si no son de esa manera; de que sirve decir que defendemos la vida cuando la extirpamos del seno materno o abandonamos los enfermos a su suerte. Mientras gastamos tinta haciendo un rodeo nuestros hermanos sufren. 

Por último, está el tercer hombre bueno. 

Te confieso que pocas veces actúo como él. Es Samaritano, qué se le va a hacer. Es hereje y además viola las leyes sagradas de Israel. Pero se baja del caballo, cura las heridas del sufriente, le sube a su cabalgadura, le cuida durante la noche en la posada y paga por adelantado los gastos que pueda ocasionar su restablecimiento.

¿Cuántas veces nos identificamos con éste? Seguramente también reza a su manera y probablemente también confía en que leyes más justas pueden ayudarnos a ser mejores, pero sobre todas las cosas se ocupa del herido. Cambia una realidad concreta al alcance de su mano. Quizá no pueda curar muchos, pero puede curar a éste. Quizá no pueda salvar a muchos, pero puede salvar a éste. Y esa es la genialidad de la parábola. La proximidad real está ahí. 

El mal triunfa por el rodeo de los buenos, se impone por el silencio de los buenos, sobresale por la inacción de los buenos. Hay muchos más “buenos” que personas que hacen el bien. 

Es hora de dejar de hacer rodeos, siempre hay alguien al costado del camino que necesita de nuestra ayuda. A la puerta de nuestras casas, camino al trabajo, en el club o en la parroquia, están ahí ¿Y si alguna vez nos bajáramos del caballo? Aunque sea una vez.

Un abrazo a la majada.

Ernesto

 

 

Foto de Sarwer e Kainat Welfare