En el Angelus del tercer domingo de Cuaresma, nuestro Pastor nos encomendó que leyéramos el capítulo IX del Evangelio de San Juan, para descubrir la actitud de los corazones de todos los participantes en el milagro de la curación del ciego de nacimiento.
La relectura de ese hermoso capítulo bajo la recomendación del Papa Francisco nos enfrenta al asombro, palabra que etimológicamente significa sin sombra, literalmente des-cubre el velo que nos impide ver lo que está en sombras.
También podemos representar la Cruz como un faro, que ilumina toda nuestra vida y todo nuestro corazón, para reflexionar en cada estación del camino de la Cruz.
Te invito a recorrer el via crucis y te fijes qué ilumina, que nos permite ver y conocer de nuestra propia realidad.
El momento de la condena de Cristo permite muchas miradas, los personajes, la circunstancia, la injusticia, las oportunidades perdidas.
Pero hoy podemos mirar la razón por la cuál es condenado: nuestra idea de dios condena a Dios.
Ninguno de los participantes piensa que está condenando a Dios.
No lo piensa el Sanedrín. No lo piensa Pilatos. No lo piensa la multitud.
Para unos es una condena a un hereje. Para otro es un acto de demagogia utilitaria. Para muchos es un espectáculo.
Pero es Dios.
Dios que no se defiende ante el error. Dios que no se defiende ante la elucubración política. Dios que no se defiende ante la ignorancia.
¿Y nosotros?
¿Cuántas veces nosotros preferimos más nuestra idea de Dios que la realidad de Dios?
¿Cuántas veces nos incomoda el silencio de Dios?
¿Cuántas veces nos irrita la paciencia de Dios?
¿Cuántas veces nos damos cuenta que somos limitados y nuestras ideas frecuentemente están equivocadas; que su silencio espera nuestra palabra y que su paciencia nos espera a nosotros?
Pongamos frente a su Cruz nuestra idea de Dios y dejemos que la luz del Señor inflame nuestro corazón.
Por todas las veces que te he condenado yo también a la cruz de mi idea de dios, te pido perdón.
El Señor y la Cruz.
El Creador y la Creación.
¿Te imaginas?
La imaginación no es fantasía. La fantasía escapa de la realidad, la imaginación penetra la realidad más allá de lo sensible.
Imagina cada átomo de cada molécula de la materia del madero. Cada uno de ellos fue creado para ese momento y tuvo un desarrollo cósmico hasta nuestra tierra de miles de millones de años.
Imagina la evolución de cada uno de los seres vivos que dió lugar al árbol del que se extrajo ese trozo de madera, desde los inicios vestigiales en el caldo primigenio de vida terrestre.
Imagina los años de crecimiento y las viscisitudes de que fue testigo ciego y mudo el árbol que sería la Cruz.
Imagina las horas de trabajo humano del que taló, transportó y construyó los travesaños de la cruz.
Imagina los cuerpos que soportó antes y después de nuestro Señor.
Imagina que esa madera pudiera hablar: "Jamás pensé Señor que yo sería tu cruz". ¿Y nosotros? También fuimos creados, ¿cuántas veces somos cruces para nuestros hermanos?
Su mirada experta se posa en su Cruz. Él sabía de maderas y de trabajo del carpintero. ¿Qué habrás pensado Señor?
Esa misma mirada, experta en cruces, te mira ahora. Al fondo de tu corazón y toca tu cruz, la de todos los días.
La que te niegas a ver.
La que te niegas a asumir.
La que te niegas a tocar.
"Toma tu cruz y sígueme". Dice el Señor.
Por las veces en que fui cruz para otros y negué la propia, te pido perdón.
La iluminación es un proceso, al ciego de nacimiento podría haberle dicho simplemente "vé" y hubiera recobrado la vista, pero hizo barro, se lo colocó en los ojos y le dijo que se lavara en la pileta de Siloé.
Toda la escritura describió lo que debía padecer el Mesías. El se los adelantó a los discípulos. Lo atraparon. Lo juzgaron. Lo torturaron y Lo condenaron.
Sin embargo la primera caída debe haber sido un golpe duro, para el Señor y para los testigos.
Aún esperaban un milagro. Será ahora?
Y cae. La fatiga, el dolor, el cansancio. La carne falla, la cruz pesa, los músculos claudican, quizá fuera un pedregullo o una irregularidad en el camino, una saliente o un hueco traicionero, el tobillo se tuerce y la rodilla se dobla y la humanidad dolida dá con su rostro en tierra.
Humillación luego del ultraje.
Hasta la dignidad de hacer el camino sin doblegarse le ha sido negada.
Y nos mira.
Desde el suelo.
Hasta aquí he venido a rescatarte. En todo soy humano, menos en el pecado, pero ningún sufrimiento me es ajeno.
Tus caídas también me encuentran.
Tu mirada a ras del suelo también se encuentra conmi mirada.
Debes hacer como Yo. Lentamente, levanta la cabeza, apoya la palma, asienta la rodilla, eleva el torso...vamos arriba, toma tu cruz, levántate y sigueme.
Por todas las veces que he caído, por la pereza en levantarme. Te pido perdón.
Madres.
Benditas madres.
Nuestro Pastor, cuando estaba en Buenos Aires, solía decir que la muerte de tu madre es la primera desgracia que te sucede en tu vida, sin que ella te acompañe, y es verdad.
Una madre está siempre presente para su hijo.
Ella ha sido testigo de toda la existencia de Jesús, lo ha llevado en sus entrañas y tiene el dolor desgarrador de verlo hecho un ecce homo. Le han dado para que tenga y reparta.
Le ha visto caer. Siente en cada fibra de su ser el dolor que el padece.
Pero la misericordia del Padre, pone a la madre después de la caída.
El mundo se detiene en esa mirada.
El Hijo y la madre. Todo lo demás desaparece y enmudece.
Te amo, dice la madre. Te amo dice el Hijo.
Conserva esa mirada. Guárdala en tu corazón. Que ese recuerdo alivie lo que te queda.
Tu madre está contigo, siempre, hasta el fin.
Qué difícil es creer cuando ves sufrir al amado. Qué dificil es confiar cuando ves padecer al inocente. Qué dificil es esperar cuando la injusticia reina impunemente.
Y sin embargo la madre ama, espera y cree.
Que la mirada de nuestras madres nos enseñen a continuar el camino y nos alivie del dolor y la injusticia.
Por todas las veces en que somos ciegos para ver a nuestras madres. Te pido perdón.
A veces padecer la injusticia nos lleva a ver a los que padecen injustamente.
El Cireneo volvía de trabajar en el campo. No había estado en el juicio ni en la condena, estaba en sus asuntos y al volver se encontró con un espectáculo.
Ciertamente un espectáculo que debía ser frecuente, de hecho condenaron a otros dos a la misma pena el mismo día y hoy es un espectáculo frecuente en los medios de comunicación, no ya la crucifixión real, pero si el linchamiento mediático y el disfrute con la humillación del otro.
“Schadenfreude” dicen los alemanes, que suelen tener palabras para todo, “disfrute por la mala fortuna del otro”.
Esto es lo que hacía la multitud con el Cristo, no sólo el camino era laborioso y penoso, sino que además era objeto de escarnio y burla.
Y él se acercó. Le habrá llamado la atención el bullicio o lamentablemente debía pasar por ahí.
Con intención o sin ella, los ojos de un Romano compadecido lo identificaron. Debía tener una buena contextura, y parecía apto para la tarea. Allí se terminó su suerte y quedó en la historia.
Le fue impuesto ayudar a llevar la cruz del Mesías. Un trecho del camino, alivió el padecimiento del sufriente. ¿Y después?
No se sabe. Seguramente Jesús debe haberle agradecido el gesto y luego de volver la cruz al Cristo, él siguió su camino.
Esa noche debe haber comentado en su casa el infortunio con el que tropezó al regresar: la actitud de la multitud que sumaba desprecio al oprobio; alguno debe haberse confundido y creer que él era el condenado; la prepotencia o la humanidad del Romano que descargó al sufriente para cargarlo a él. Seguramente la anécdota habrá perdurado en la familia y formado parte de las bromas de la vejez ¿Te acordás cuando tuviste que cargar la cruz?
Pero algo debe haber calado hondo en su cerebro al rememorar y en su corazón al recordar: la mirada agradecida del Cristo.
Cuántas veces nos pasa eso: cómo comprendemos a los que sufren cuando nos toca sufrir; cómo comprendemos a los que esperan cuando nos toca esperar; como comprendemos el miedo cuanto nos toca temer; qué fácil es comprender la angustia cuando estamos angustiados. A vece experimentar lo que sufren y padecen los otros es la forma más sencilla de ver lo que no queremos ver.
Por las veces que he sido ciego al sufrimiento de los demás te pido perdón.
Benditas mujeres y benditos desconocidos.
La Verónica cumple estas dos condiciones. Es una mujer desconocida que ingresó a la historia por un gesto de humanidad.
Muy frecuentemente transcurrimos la vida sin verlos, son los ordinarios, los comunes, los que no sobresalen, los sin nombre y sin méritos. Deslumbrados por la luces de los brillantes y seducidos por la belleza de los rutilantes no miramos las sombras.
El que limpia las calles, acomoda los asientos, recoge la verdura, trae nuestros pedidos, sirve nuestra mesa, limpia nuestras casas, cambia los sueros, retira las chatas, deshecha los pañales, distribuye el correo o arranca el colectivo.
Necesitamos la pandemia para reconocer su importancia y que vuelva la normalidad para volver a olvidarlos.
Los sin nombre. Los que no vemos.
Jesús pone luz sobre ellos. La Verónica. Un nadie que tuvo piedad y limpió su rostro.
Ese encuentro siempre me conmueve. Es la esencia de la humanidad. Un hombre caído y sufriente, una mujer cordial y sensible.
La multitud debe haberse acallado al ver como se miraron, el doblegado por el madero, ella doblegada por la angustia del sufrimiento ajeno.
De pronto el milagro de lo mínimo. Limpia su rostro.
Por un instante, en un metro cuadrado, El volvió a ser humano. Despreciado, torturado, condenado, malherido, pero humano. Alguien fue capaz de atravesar todas esas categorías del desprecio para encontrarse en el núcleo del aprecio. Un hombre sufriente y una mujer amable. Un oasis de amor en un infierno de sufrimiento. Un instante de dignidad en una eternidad de ignominia.
La Verónica fue capaz de ver lo que los demás no podían, el Hombre detrás del reo.
Por las veces en que enceguecidos por las categorías legales o morales somos incapaces de ver la humanidad de los que condenamos, te pido perdón.
La vida tiene esa característica, los momentos de sosiego, aún en medio del infierno cotidiano, existen, pero suelen ser efímeros.
La segunda caída te devuelve a la realidad dolorosa de la vía de la muerte.
Simón te ayudó un trecho y la Verónica te limpió un poco, pero el cuerpo vuelve a decirte las cosas como son ahora: cerca del suelo y con gusto a tierra.
La primera caída es siempre sorprendente por inesperada, la segunda caída es sorprendente por esperada.
No por ser esperada es menos dolorosa.
La recaída en el alcohol, las drogas, los vicios o la reaparición de la enfermedad, la segunda vez es confirmatoria de tu debilidad y nos obliga a ver lo que creíamos superado.
Levantarse cuesta más, estamos más débiles, estamos más viejos, estamos más cansados ¿De dónde sacarás fuerzas? Y sin embargo como traccionado de lo alto, la rodilla se dobla, el músculo se tensa y el cuerpo se levanta, falta un poco, falta menos, ya casi llegas… arriba.
Por las veces que olvidamos las debilidades propias, que estamos ciegos ante nuestros propios límites, que nos cuesta levantarnos, por todo eso te pido perdón Señor.
Apenas se ha levantado y retoma su misión. Camino a la cruz y sigue ocupado en cuidar a los demás.
Imaginemos la escena, no ha dormido en toda la noche, ha sido traicionado, ha sido torturado, ha sido injustamente condenado, está camino a su muerte como malhechor, dos veces se ha caído y se detiene a consolar.
“No lloren por mí”.
Es sinónimo de “no se detengan por el dolor”, “no se paralicen por el miedo”, “no se angustien por pasado”, no se olviden que son la Bienaventuranza de sus hermanos.
Aquí está El desnudo sin que nadie lo vista, hambriento sin que nadie lo alimente, sediento sin que nadie calme su sed, perseguido sin que nadie lo defienda, pobre, solo y dolorido, se detiene y consuela a los que lloran, así lo prometió en el monte así lo cumple camino al Gólgota.
Así se construye el Reino, bienaventurado el que con hambre comparte su pan, el que con sed comparte su agua, el que en su desnudez comparte sus harapos, el que en el vértigo moderno comparte su tiempo, el que frente al utilitarismo practica el desprendimiento.
Al límite de sus fuerza el Señor se hace Bienaventuranza.
Por todas las veces que no ví a los que me rodean y no percibí sus necesidades te pido perdón.
Otra más.
Por tercera vez caes.
Tercero es infinito. Innumerable. Inacabable.
Es un instante de oración silenciosa ¿Y si me quedo? Si me abandono a mis fuerzas, quizá esto termine.
El camino es una tortura más. La anteúltima. Falta la Cruz.
¿Y si no puedo?
¿Dónde está tu piedad Padre? ¿En permitirme morir ahora o en ayudarme a levantarte y morir cumpliendo tu voluntad? ¿Cuál es tu voluntad Dios mío?
Quedarse tienta. Ya no escuchas más. Apenas respiras. El madero sobre tu espalda, la corona de espinas, los latigazos, los escupitajos, las lágrimas. Dios ya no da más.
Allí en esa agonía interminable miras tu corazón, que apenas late y alguien te ayuda a ponerte de pié. Debes llegar. “Que se haga tu voluntad” te escuchan decir y sin comprender, sin saber las razones, te levantas y sigues.
Así es la vida, no te mueras antes, no te quedes en el camino, no abandones la cruz.
Por todas las veces en que he preferido abandonar, en dejar el camino, permanecer tendido, te pido perdón.
Un ultraje más.
Le despojan de sus vestidos.
No expone la desnudez erótica y la armonía de las formas. No expone la desnudez exótica del que desvela un misterio.
Expone la desnudez cotidiana y existencial del que va a morir.
Nada eres. Nada te llevas. Ningún símbolo de poder. Ninguna dignidad. Ninguna máscara. Ningún disfraz.
Allí estás. En carne viva pronta a morir.
Esta es tu altura. Apenas la que te elevas del suelo ¡Qué lejos está el cielo! ¿Te acuerdas cuando ibas a fiestas? ¿Trabajabas en tu carpintería? ¿Navegabas, pescabas, predicabas, comías, bebías?
¿Qué te queda?
Tu desnudez, en la camilla del médico, en la mesa de cirugía, en la ducha de la cárcel, en la soledad de tu cama.
¿Qué te queda?
Orar
Los que te despojan del vestido, que después sortearán, no comprenden que te exponen al Padre exactamente como sos.
Sin dobleces, sin vestigios, sin recovecos.
He aquí al hombre.
Ninguna dignidad tengo sin tu auxilio Dios mío.
Ninguna adversidad te aleja de mi corazón.
No comprenden que mi destino no es llegar al Cielo sino que el Cielo llegue hasta ellos.
Por todas las veces que he preferido el disfraz a la realidad, la máscara a la persona, el brillo a la verdad, te pido perdón.
Llegaste.
Has traído tu cruz hasta la cima.
Ahora se unirán: sacerdote y sacrificio; víctima y altar.
Hombre-Dios.
Nunca serás tan humano como ahora ¿Qué tienes de Dios?
Eres un despojo. Un reo. Un condenado.
Ahora un crucificado.
Clavado a tu cruz no eres nadie.
No puedes caminar. No puedes abrazar. No puedes casi respirar.
Nadie.
Pero un nadie que ora, que clama, que consuela, que acepta su destino, que atrae las miradas exponiendo la injusticia, que hace arder el corazón ante la prepotencia de los poderosos, la indiferencia de los buenos y el cinismo de los malos.
El crucificado es un pontífice. En un extremo está la injusticia enraizada en la tierra y en el otro la mirada de un Dios que nos ama incondicionalmente.
Incondicionalmente, dice el Crucificado.
No importa cuánto me alejes yo estoy a la puerta y espero.
No importa que me des la espalda, subo a la azotea y oteo el horizonte esperando tu regreso.
No importa que no compartas mi Fe, me bajo del caballo y curo tus heridas.
Una palabra mía y todo podría cambiar.
-¿Cuál es esa palabra pregunta Dios?
Amén. Responde el Cristo.
Las infinitas formas de la cruz: el dinero, el poder, la droga, la enfermedad, la muerte. Son sólo eso, espacios en los que agonizamos hasta que decimos Amén.
Aceptación de la cruz es comprender que no hay instante humano privado de libertad.
No hay instante en que no podamos cambiar.
No hay instante en que no podamos volver.
La última libertad es entregarnos a las manos del Señor.
Por todas las veces que he escapado de mi cruz, que he seguido alejándome, te pido perdón.
El ciego, todavía miope, acerca su ojo al detalle.
Ahora haremos un ejercicio de concentración.
Treinta años de vida, para tres años de prédica, para tres días de Pascua, para treinta horas de traición y tortura, para tres horas de agonía fundidas en tres minutos de moribundo.
El abandono debía ser total.
“Dios mío, Dios mío ¿Porqué me has abandonado?” ¿Rezabas el Salmo, como piensan algunos o vivías el Salmo como pensamos otros?
El misterio más profundo de la muerte del Cristo es el abandono de Dios ¿Podría ser humano sin haber experimentado eso?
¿Nunca has experimentado ese abandono? Dale gracias a Dios. ¿Nunca se ha suicidado nadie de tu familia? ¿A nadie raptaron, violaron o asesinaron de tus próximos? ¿Nunca fuiste a recoger a un hijo drogado de un caserío abandonado? ¿No te tocó rezar junto al lecho de enfermo de tu hijo? ¿No te despertó el silbido angustiante de la falta de aire de tu madre? ¿No tuviste un padre deprimido o alcohólico que parecía un extraño? ¿Nunca temblaste de miedo esperando que pase la noche? ¿Nunca sentiste que tu vida pendía de un hilo y que Dios parecía haber ensordecido? ¿Nunca fuiste objeto del desprecio, el escarnio o la ira de los que amas? Dale gracias a Dios.
Si no has experimentado el abandono de Dios no juzgues. Por lo menos merecen tu respeto los que si lo han experimentado.
Allí está el Cristo, sintiendo exactamente eso.
Y toma una decisión. “En tus manos encomiendo mi espíritu”.
La Fe es un don, pero es también una elección. Llama, Pide, Busca, son actitudes activas, responderé, dice Dios, pero no impondré mi palabra; entraré, dice Dios, pero no violentaré la puerta; dejaré que me encuentres pero no te obligaré a mirarme. Así es la Fe: don de Dios y trabajo del hombre.
Y Cristo elije. No comprendo. No te veo. Siento que no me escuchas. No sé dónde estás. Pero me entrego. Todo se ha cumplido.
Y junta fuerzas. Y aparece la dignidad del que muere: “Dando un fuerte grito expiró”.
En ese grito está concentrada toda la dignidad humana, mezcla de ira y hastío, incomprensión y esperanza, desasosiego y entrega. El grito del Cristo es la voz de todos los que se han levantado alguna vez y de aquellos que ni siquiera podían gritar. Pero es también el grito de los que lo han entregado todo, no se han guardado nada, así, sin cortapisas ni negociación, sin trueque ni reticencia, todo es todo. Es la expresión más profunda y genuina de su amor. Se entregó por nosotros hasta el último aliento.
Perdón Señor por las veces que juzgué a mis hermanos sin comprender lo que vivieron. Perdón por las veces que me comprometí con reservas y sin ánimo. Perdón por no entregarlo todo. Perdón Señor
Frente a mi escritorio tengo una réplica en miniatura de la piedad.
Muchas veces cuando estoy agobiado, con sólo mirarla, me da fuerzas para seguir adelante.
¡Cuánto dolor! ¡Qué enorme compromiso!
Brazos de madre.
Brazos que alborozados escucharon el anuncio.
Brazos que gozosos recibieron el niño.
Brazos que cuidadosos le alimentaron.
Brazos que protectores le cuidaron.
Brazos que suplicantes le pidieron.
Brazos que delicadamente le reciben y dan cobijo.
Ha muerto. El espectáculo ha terminado. Todos regresan a sus hogares y a sus tareas.
La madre traspasada por el dolor recibe al hijo.
Al cadáver de su hijo.
No hay consuelo pero al menos hay certeza. Ha dejado de sufrir. Ahora comienza otra vida.
Pienso en la angustia de todas las madres y padres que no han podido siquiera recibir el cadáver de sus hijos.
Pienso en los que son víctimas de las catástrofes naturales y de las catástrofes humanas.
Qué difícil debe ser para un padre o una madre saber y no saber qué pasó con su hijo. Qué angustia pensar que murió sólo, o con dolor, o lentamente.
Pensemos no sólo en los que han sido víctimas de la violencia política sino también en todas las familias que en la época de aislamiento no pudieron siquiera despedirse de sus seres amados. Cuánto dolor y cuánta angustia.
María sabe y es testigo de lo que le pasó a su hijo. Acompañar es una forma de aliviar. Saber es una forma de ser aliviado, si quieres saberlo, si puedes saberlo.
El acompañamiento del muriente es un momento de gran sufrimiento en el presente, pero es también fuente de serenidad y aceptación para el futuro.
El último abrazo. La despedida. El desgarro.
Ella que hace treinta tres años ha dado a luz a Jesús y acaba de parir al Cristo. Ha sido testigo de su vida desde el primero al último grito. Sabe que se ha ocupado de las cosas del Padre y ella medita todo eso en su corazón.
María a vos también te pido perdón, por todas las veces que no comprendemos el sufrimiento del otro o le impedimos expresarlo.
Cuando llego a esta estación siempre me llama la atención la similitud con las Bodas de Caná: el milagro del final.
Allí el buen vino, contra toda lógica, vino al final de la fiesta. Aquí el buen trato, el cuidado, la limpieza, un lugar en el que pueda reposar la cabeza, eso lo han reservado para el cadáver.
Em nuestra vida cotidiana muchas veces pasa lo mismo. Los buenos recuerdos, las palabras elogiosas, el tratamiento cortés, eso lo reservamos para el muerto.
Allí van los discursos altisonantes, los gestos de afecto y las flores.
No digo que esté mal, simplemente digo que podríamos ser un poco más coherentes.
El tratamiento respetuoso del cadáver debería ser la continuidad del tratamiento respetuoso del vivo.
Dejar el buen vino para el final, limitar la morfina para que el paciente con cáncer muera en paz y dejar las palabras afectuosas para despedir el muerto, deberíamos verlos como actos incoherentes si es que no bebimos antes vino bueno, calmamos los dolores para que el paciente viva mejor y tratamos afectuosamente a los vivos.
Hoy, además, el tratamiento respetuoso del cadáver debería siempre contemplar la donación de órganos, que es una manera de seguir honrando la vida y los vivos.
Por todas las veces que he tratado con mayor delicadeza la memoria de los muertos que la presencia de los vivos, te pido perdón.
El camino de la cruz no termina en la sepultura. El viernes Santo termina en la Sepultura. El camino de la cruz termina en la Resurrección.
Esta unión de dolor y gozo es una constante en la vida humana. La trama de nuestra vida está trazada con estos dos hilos.
Por eso para mí las dos grandes malas palabras en castellano son: éxito y fracaso.
No hay éxito que no conduzca al fracaso y no hay fracaso que no culmine con un éxito. Sólo son éxitos o fracasos las fotos, nunca la película.
Nadie en su vida cosecha sólo éxitos: es falso.
Nade en su vida cosecha sólo fracasos: es igualmente falso.
La Resurrección de Cristo ilumina infinidad de situaciones, pero yo hoy te pido que te enfoques en un detalle, que ilumines sus pies, su costado y sus manos: el cuerpo de Cristo resucitado es un cuerpo cicatrizado.
El se llevó por toda la eternidad sus cicatrices.
Eso implica dos cosas o el cuerpo resucitado no es perfecto o las cicatrices forman parte de la perfección.
Yo prefiero esta última explicación.
Resucitar no es volver a un estado de perfección impoluta, es volver a la vida con el aprendizaje y las consecuencias de haber vivido.
Toda vida es siempre un proceso, un camino.
A lo largo del camino siempre tendremos caídas, golpes y heridas, y también encontraremos ayuda, consuelo, paz y sosiego.
Éxito y Fracaso significa que miras la vida en un plano bidimensional: arriba o abajo.
¿Qué sucede si miras la vida como una esfera que gira permanentemente? ¿Estás seguro que arriba y abajo no están en la misma línea? ¿No piensas que cuando sientes que es un éxito o un fracaso sólo has detenido la esfera para poder ver que está arriba y que abajo?
Si no aprendes que el éxito es tan efímero como el fracaso, te enorgullecerás desmedidamente de tus logros y si piensas que el fracaso no es tan efímero como el éxito, desesperarás de los intentos necesarios para dar con el blanco.
Piensa mejor que la vida es como una obra de arte que, sólo tú con la ayuda de Dios, puedes desarrollar.
Las zonas oscuras resaltan las luminosas, los meandros y recovecos hacen fructificar la humildad, los riscos y las quebradas preanuncian la fertilidad del valle, el silencio precede el comienzo de la sinfonía. Cada cana, cada arruga, cada cicatriz que te afea también reafirma la riqueza de tu vida, las experiencias que atesoras y la originalidad de tu ser.
Cada via crucis, Pascual o cotidiano, nos permite atesorar las alegrías y dolores con las que cada mañana podemos resucitar.
Esa es la invitación del Resucitado. Toma tu vida, tu cruz y sígueme para que resucites conmigo cada día de tu vida por toda la eternidad.
Por las veces en que no comprendo el misterio de la belleza y el sufrimiento encarnados en nuestra vida, te pido perdón.
Un abrazo a la majada
Ernesto
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